lunes, 6 de junio de 2011

MI PUEBLO







Mi pueblo es un pueblo luminoso, bonito, coqueto, pintoresco. Es un hermoso
rincón de Andalucía anclado entre el mar y los viñedos .Tiene todo el carácter propio de un lugar viejo, milenario, espectador inalterable de sucesos y pasados.
Sus gentes son gentes sencillas, marineros o labradores curtidos, criados bajo el cielo andaluz entre sabores a vino, un vino acompañado de pescado con marisco.
Mi tierra tiene sol, tiene playa, tiene sal y una gracia andaluza de verdad.
Tiene para todos, o por lo menos para mí, todo lo que pudiera desear.
Sus calles son angostas, estrechitas, llenas de cal y de luz, en algunas todavía
prevalecen los pedregosos adoquines entre dos aceritas convergentes al mirar.
En mi pueblo por gran suerte todavía predominan las casas antiguas con su
cancela, su patio, su reate, su pocito céntrico rodeado de macetas y la sombra fresca de la parra queda vida a todo en el verano. Todavía abundan las rejas atestadas de flores, con claveles, con mimos, con geranios, con cualquier flor extravagante que destaque entre unas paredes que destellan. Sí, es cierto, porque esas paredes destellan, sobre todo cuando hace sol, lo que es decir, casi siempre. Los fogosos rayos dorados se refractan de tal forma que llegan a lastimar la vista.
En mi tierra hay pinares, marisma, huerta, nabazos y algunos trigales a veces, muy de vez en cuando, salpicados por entre la verde camisa rayada del viñedo.
En mi tierra dicen que hay de todo o casi de todo, bonito mar, generosa tierra y un
cielo añil que la ilumina dándole vida; también hay cosas peores, como no, pero de las que por cualquier otro lugar abundan.
Mi pueblo es mi lugar paradisiaco, mi rincón enamorado, es mi pedazo de tierra,
es mi ambiente, es mi vida, es donde me siento a gusto. Aunque solo sea por poder respirar los olores de la brisa, poder sentarme bajo una parra, poder oír el traqueteo de una carreta destartalada al paso por un piso de puzzle de adoquín, poder llevarme horas y horas recostado sobre la arena tostada hasta avistar el espectáculo del crepúsculo marino arrebolado.
Mi pueblo al menos para mí, no es un pueblo corriente, es mitad mar, mitad vino transparente.



José Manuel Monge, Sanlúcar de Barrameda en 1980.

FISONOMIA SUPERFICIAL DE MI PUEBLO




Mi pueblo está a la deriva, por un lado lo empuja el mar, por el otro el río, pero siempre bajo la mirada expectante de los pinos de Doñana. Son árboles viejos, aunque muy verdes, los más próximos con sus ramas flexionadas hacia la orilla parecen hacer esfuerzos denodados por besar el agua.
Existe un barrio marinero, zonas más antiguas y otras en que se han hecho dueños del entorno los edificios modernos. Pero en realidad mi pueblo tiene dos plantas, dos partes unidas por cuatro cuestas empinadas.
La parte alta es la más antigua, con su castillo ,su parroquia , su palacio y toda su historia detrás de aquellas murallas. Es un sitio donde se aprecia el sabor de lo viejo, de lo antiguo, de los vestigios que dejaron los tiempos de antaño, todo rodeado por una permanente cortina de cal.
En la parte mas baja está el centro, el Ayuntamiento , los comercios$, el teatro y el mercado de abastos. Empieza allí concretamente una sucesión de calles paralelas con la línea del mar que a su vez son cortadas por otras de vez en cuando.
Mi pueblo es famoso por su paseo hacia la playa; estoy hablando de la majestuosa Calzada, es una explanada amplia y alargada de piso de albero dibujado de baldosas; a los lados jardines, moreras, rosales y estáticas palmeras, y al fondo el mar. Un dia de verano paseando por la Calzada, con un susurro de mar que cada vez se oye más cerca según nos vamos acercando, que es capaz de hacer sentir una sensación de felicidad incluso al turista más exigente.
A los lados de la Calzada se encuentran dos carreteras estrechitas y asfaltadas, las cuales en fechas veraniegas se ven tremendamente concurridas por coches de caballos que van y vienen. Qué tono tan pintoresco dan al ambiente adornados y llenos de cascabeles que suenan al unísono al compás del trote. Cómo disfrutan los chiquillos con las carnes coloreadas camino de la playa o de regreso.
El Ayuntamiento es el edificio más céntrico, se ve viejo, pero bien conservado. En su parte superior hay un reloj de enorme esfera que cada vez que marca la hora echa a revolotear unas docenas de palomas que revolotean por la Plaza del Cabildo. La Plaza del Cabildo es como el porche del edificio, en ella destacan dos esplendidas palmeras con su tronco vestido por unas enredaderas de flores encarnadas que llegan hasta la copa. Entre jardincillos, farolas y una fuente céntrica, aparecen salpicados inertes bancos de piedra concurridos por los ancianos siempre que el tiempo lo permite.
Los viejos de mi pueblo son abuelos andaluces, de los de verdad, de los de o bien cañero, o bien gorra y alpargata, de los de piel curtida y arrugada, de los del buen sentido del humor, de los buenos narradores de historias de mar o de sucesos en haciendas y cortijos, de los que viven el presente pero pensando más en sus raíces del pasado.
Muy cerca de allí se encuentra el mercado de Abastos, allí podemos encontrar de todo de lo que producimos . Las mejores frutas, verduras, carnes y el cotizado marisco o pescado fresco llegado a puerto la tarde anterior. El frutero, el pescadero, el carnicero, el churrero, el afilador, sandias a 30, tomates a 25, acedías a 400, mejillones, almejas, langostinos, huevos frescos; de todo inmerso entre el bullicio y el griterío. Es un verdadero espectáculo contemplar como un viejo verdurero de los de gorrilla y bata blanca con una matita de perejil adosada a su solapa, hace sonar graciosamente una campanilla intentando recabar la atención de las mujeres.
Las calles de mi pueblo están llenas de bodegas, paredones blancos, interminables, interrumpidos de vez en cuando por alguna reja desde donde se pueden ver las cubas de madera, cubas de roble, como debe ser. Por dentro las bodegas son húmedas, sombrías con solera, con las cubas apostadas a uno y otro lado en hileras superpuestas. Qué olor tan particular que reconforta y hunde hasta las entrañas, hechicero encanto de la manzanilla.
De la bodega pasamos al muelle, al puerto donde se descarga el pescado traído por los juanelos, cajas que van y vienen arrastradas por la húmeda superficie de hormigón. La subasta, 10.000, 9.995, 9.990, 9.985, ¡mío!. Acedías, pescadillas, rayas, almejas, pulpos, chocos, langostinos, cigalas, galeras, todo agrupado en ranchos que son indagados por la multitud de compradores. Entre tanto, sonido de motores, rostros marineros desencajados por la dura jornada y un sin fin de gaviotas hambrientas que merodean por entre las embarcaciones.
La lonja se irá desalojando paulatinamente, a medida que avance la tarde, hasta que solo quede aquel olor con sabor a mar que perdurará en el ambiente.

José Manuel Monge, Sanlúcar de Barrameda en 1980.




ATARDECER EN SANLÚCAR






Atardecer en Sanlúcar,
Sanlúcar la marinera,
la de los tentadores vinos,
Sanlúcar, de Barrameda.

Atardecer en la playa
caminando sobre la arena,
es mi único consuelo
para alejarme de mis penas.

Recuerdos de años atrás
afluyen a mi cabeza,
mientras un lejano juanelo regresa
ayudado por la marea.

El barquito navega deprisa,
rodeado de gaviotas,
con un vaivén característico,
golpeado por las olas.

Mis pisadas son borradas por las olas
caminando por la orilla,
son nefastos recuerdos que aparté
del camino de mi vida.

Recuerdos de mi niñez
y de mi edad mas avanzada,
aquella vaga ilusión,
o aquella experiencia amarga.

Poco a poco, lentamente
entre la mar se va sumergiendo,
ofreciendo un rojizo resplandor,
el sol se va muriendo.

Las cobrizas nubes de la lejanía
moradas se van tornando,
siendo envueltas por la noche
con su negro y apagado manto.

Los últimos rayos del día
se reflejan sobre el agua,
construyendo una hermosa estela,
una hermosa estela dorada.

Atardecer en Sanlúcar,
un alucinante espectáculo,
un tesoro nostálgico y enigmático,
para los que saben mirarlo.

José Manuel Monge, Sanlúcar de Barrameda en 1980.

TARDE DE TOROS



Es domingo,
qué calor hace,
un ardiente sol tórrido
cae a plomo sobre la calle.

En la calurosa sobremesa,
todos permanecen en casa,
uno ven la televisión
o se sientan bajo la parra,
otros duermen la siesta.

Las estrechas calles andaluzas,
están solitarias, calladas,
aunque eso sí,
bellamente iluminadas
por el refractar de los rayos de luz,
sobre las paredes calizas de las casas.

A medida que avanza la tarde,
las calles se llenan de vida,
es que hoy, hay corrida.

Por la calle Barrameda,
transita la gente,
y de vez en cuando una carreta
llena de mujeres bellas,
portando abanicos, claveles,
y algunas, mantilla sobre la cabeza;
además, en sus rostros
aparecen hermosas sonrisas de fiesta.

La calle es un bullicioso hormigueo
de gentes de todo tipo,
lo mismo van los abuelos,
que los inquietos chiquillos,
o incluso pasa alguna vez,
algún turista alto y rubio.

Al fondo de la calle,
concurrida calle adoquinada,
la Plaza.

La Plaza del Pino
es chiquita, pero coqueta,
en ella todos recordamos
inolvidables tardes de fiesta;
que bellos pases temerarios,
sobre aquella rojiza arena.

A medida que la tarde declina,
cuando la brisa marina,
hace que el calor desaparezca,
y aquellos aires fresquitos
hacen hondear las banderas;
en la plaza, termina la fiesta,
ya se divisan allí a lo lejos,
los primeros que regresan.

Quedan atrás los olés,
las palmas,
los maravillosos acordes de pasodoble,
la gracia,
el entusiasmo de la gente,
todo lo que hace a una plaza andaluza,
diferente.
A medida que cae la tarde,
cuando se impone la oscuridad de la noche
cuando ya terminó de pasar la gente,
todo el ambiente termina y se desvanece,
aunque aún perdure en el aire,
aquel extraño hechizo de muerte.



José Manuel Monge, Sanlúcar de Barrameda en 1980.

EL MIRLO Y EL RIO



Existió una vez una avecilla,
un pajarillo cantarín,
un mirlo color rosado,
que en verano solía venir
al Coto de Doñana,
a orillas del Guadalquivir,
tras un largo viaje
desde un lejano país.

Construía su nido en un pino
apostado junto a la playa,
mirando hacia Sanlúcar
sobre la arena dorada.

Saltantado inquietamente,
revoloteando entre las ramas,
dulces melodias entonaba,
contaba aventuras de sus viajes
para que el río le escuchara.

Cierto día el río le contestó,
con un leve susurro del agua,
agua espumosa y salobre,
entre Sanlúcar y Doñana.

Uno hablaba de viajes,
del viento, del vuelo,
de paisajes.
El río contaba leyendas
de descubridores, de musulmanes;
hablaba de historia, de barcos,
de viajes,
de la contaminación,
de las maravillas en torno a su cauce.

Año tras año,
al llegar la primavera,
el mirlo ya revoloteaba sobre el agua,
acompañando a los barquitos de pesca,
girando en torno a su mástil
y siguiendo su divergente estela.

Este año el pajarito vino,
pero no canta,
permanece siempre en su nido
y la vejez se refleja en su cara.

Su aspecto es enfermizo,
parece que ya no puede vivir,
se acurruca entre sus alas;
ha venido al río a morir,
entre Sanlúcar y Doñana,
a orillas del Guadalquivir.

José Manuel Monge, Sanlúcar de Barrameda en 1980.